El clan en fin de año

La familia en diciembre: se lee fácil pero se dice con cierta pesadumbre e inevitabilidad, porque siempre es cuestión de arduas negociaciones en el hogar, fundamentalmente porque uno está cansado y el elmento champincuri que está de por medio nos obliga a proceder de manera diferente, sin contar, claro, al clan, que invariablemente sigue con rigor un plan definido: el antiplan o roto-plan: el súbito cambio de planes. Si no fuera por ella, tal vez las cosas resultarían menos liosas; si el clan definiera y siguiera a pie juntillas un plan, ídem. Si no fuera por ella, tal vez diciembre no sería un mes que ahora me depara más gracias que pesadumbres; si no fuera por el clan, tal vez diciembre no me depararía pesadumbres, pero tampoco sería del todo agradable. Y si no fuera porque diciembre es el único mes en que se presenta la oportunidad de que la familia se reúna, sería... quién sabe qué y cómo sería, tal vez lo que era antes: una fecha que uno dejaba correr por su piel como el agua bajo la regadera, bien ataviado y con “El niño del tambor” en voz de Raphael como música de fondo.
     La negociación decembrina, sin embargo, no empieza en la mesa, con un cálido café y los tabacos en la mesa, como quien se dispone a jugar una partida de dominó que definirá al campeón universal, porque en esta mesa no hay nada que ganar ni es competencia. No. Empieza en la cabeza, por ahi de agosto, con un runrún insistente que pregunta cuál será el plan en diciembre y uno se responde planteando los múltiples escenarios posibles, que paradójicamente, son los mismos año tras año. Luego, llegado octubre más o menos, el runrún cobra forma, como ánima rulfiana desciende por los hilos telefónicos, se desprende de los labios de una tía o del hermano, viaja al instante en megabaudios, o simplemente se conjura mediante un correo electrónico o en la alquimia publicitaria de una oferta que no es propiamente prenavideña, aunque tiene toda la pinta para el consumista previsor de paseo por una tienda departamental. Diciembre entonces se aproxima con sus pesados pasos de viejo barbas chapeteado, envuelto en terciopelo rojo con cara de ponchera y forma de piñata, sin delicadeza alguna, y con toda esa ventaja de ser último en el calendario, en medio de balances presupuestales e informes de trabajo, se apersona con su fatalidad de ¿dónde vamos a pasar a la Noche Buena? y la respuesta inmediata: donde siempre ¿o no? Pero este donde siempre implica un lugar donde no pasar la Navidad; implica que no verás a esa parte de la familia que siempre pregunta por qué no vino fulano, no obstante fulano casi nunca se deja ver porque tendrá sus razones. Además, ocurre que por un lado el plan se ha definido sin ambigüedades; por otro, la improvisación prima como si fuera una virtud y no algo humanamente desquiciante. (Este año, oh ingenuidad, creí, pensé y asumí, que la improvisación sería elimanada del panorama; no fue así.)
     Pero este reproche soterrado en torno a la familia, que el clan eleva con un simple “qué milagro”, es una ficción que describe una realidad precisa, porque sucede que antes de diciembre transcurrieron, lisitos, once meses con fechas propicias para manifestarse ante el clan, en los cuales uno optó por dejar escapar la oportunidad. La realidad del quémilagro sugiere también una imposición: deberías estar aquí, y este deberías el sometimiento a una tradición de la cual uno ya no desea participar simplemente porque está conformando su propia tradición, y una reacción, que es la evaluación cualitativa de las tradiciones familiares que permiten sentar las bases, mediante la ruptura, de las nuevas tradiciones en construcción. Lo peor del recurso del quémilagro no es la simple enunciación, sino el anticipo de una perorata sobre la unión familiar y el significado de la familia. Intolerable, pero es una concatenación probadísima que garantiza un ataque en masa, el blitzkrieg del clan ante el cual no hay defensa porque no hay convergencia en los puntos de vista, que deriva en no decir lo que realmente se quisiera decir para evitar un drama a la altura de una patética ópera bufa, entonces las palabras se atropellan rápidamente como un remolino de agua que se forma en el ojo de la coladera, y se pierden como las palabras de la maestra de Charlie Brown: bla bla bla bla blá, y ahí termina la invitación a reflexionar sobre quién sabe qué que tendrías que pensar. Todo está dicho sin haber dicho nada. Ah, somos tan cristianos, tan sembradores de culpas, tan cantinflescos, tan sin sentido del humor. Yo prefiero esquivar la piedra y dejar que el clan se conforme con mi presencia de muñeco de aparador, y el clan acostumbrado a este proceder, se conforma: es la nueva tradición, para desplazar su atención sobre la nueva víctima propiciatoria: el elemento champincuri los absorbe con su gracia y simpatía, cómo no, y menos tarde que temprano cada quien se solaza en conjeturas de lo que pasó por la cabeza de zutano o mengano, incluyéndome. Qué flaca es la memoria cuando hay tantas cosas que no cambian, y qué esperanzador y decepcionante resulta diciembre cuando se espera que lo que antes no era diferente ahora sea distinto. Diciembre y sus aguinaldos no cambian, apenas se transforma para dejar de ser lo que siempre ha sido: una promesa. Y sin embargo, como diría Galileo, se mueve, por fortuna.

Autor en busca de personaje

Después de una desviación de navegante en busca de un dato irrelevante para determinar la paternidad de un refrán, decido que no, en definitiva, que no es lo mismo escribir así, aquí, que en la intimidad de una libreta rayada, apretándose la letra manuscrita conforme se acaba la página. Según se ve (y percepción es realidad), esto ya es un hecho consumado conforme se va acomodando el texto con su letra de molde, bien alineado —justificado—, casi sin erratas, ligando palabra tras palabra, imagen tras imagen (el cuadro completo es otra cosa) listas para la imprenta. No hay tachaduras ni enmiendas ni compenendas; pero eso sí, qué tal el pajarito censor que tienes a espaldas, ese que te dicta que sí y que no, hasta dónde eres vulnerable si abres demasiado la puerta, pero ¿y si sucede que crees que la puerta está abierta justo lo suficiente para no exponerte, cuando más bien estás abriendo el zaguán? No. A la libreta se puede volver con la libertad del control que tengo sobre sus páginas para arrancarlas o sepultarlas en mi desordenado orden, para dejarlas siempre inéditas —vanidad, como si hordas de lectores se agolparan en la puerta de mi casa para desenterrarlas—, o públicas solo para quien las lee, o sea yo y nadie más. A la libreta se puede volver con la seguridad de que esa intimidad que consigna los recuerdos más tristes y esculpe la nostalgia, pero que también cincela y acomoda las memorias felices para que continúen siendo felices o más felices si se quiere, sin que venga nadie a cuestionarlos y enmendar la plana, quedará intacta.
     Un error evidente de perspectiva, de origen, que no vi; una ingenuidad reprochable de entrada, para mí, a estas alturas. Debo crear al personaje que soy yo entre carpetas, y dominarlo: vaya tarea ser autor de uno mismo
. Ah, esta redacción sincopada me trae tantos recuerdos... felices, por cierto. Lo delicioso, eso sí, es ver la construcción y deconstrucción de la película cuadro por cuadro (como dije antes, eso es otra cosa), mes con mes, según las etiquetas. Me repito: debo crearme un personaje, no sé cómo ni de qué tipo ni con qué historia, pero debiera ser tan elegante como este caballero aquí a mi lado...

Del hubiera


El trabajo, en este díficil cierre de año, ha impedido que le dedique a mis notitas más tiempo del que quisiera. Me hubiera gustado continuar comentando mis anacronías sobre el proceso técnico-creativo-autodidacto de la “Bitácora” y carpetas que le acompañan. Me hubiera gustado hablar oportunamente de la tipografía y su relevancia para mí. Del minucioso trabajo de fijar criterios editoriales. De las imágenes que no hay en esta página, y de la que hay en esta página que me recuerda a los jinetes de las portadas de los programas del Hipódromo de 1982, y a papá en sábado, anotando en mangas de camisa, recostado en la cama, los resultados de las carreras como si guardara una memoria de sus aciertos y, principalmente, de sus malas decisiones al apostar por este caballo y por tal jinete (¡pinche Mercado, ya no tiene muñecas!), porque las carreras no eran cosa del azar, sino la correcta suma de una serie de datos precisos. Me hubiera gustado hablar más, pero en menor medida, de mis torpes hallazgos en la estructura de esta carpeta, que blogueros más experimentados en comentar y explicar sus propios hallazgos han hecho y hacen de manera sistemática... Pero hasta cierto punto, ocurrió lo que imaginaba y es que, como cuando uno escribe un cuento, de joven, con la firme creencia de que revoluciona algo que se revolucionó hará un siglo atrás, si no es que más, me vi rebasado por las incursiones de otros como yo antes, y así cómo no sentirse desalentado porque la imaginación de otros resulta en una competencia contra la originalidad... oh bendita ignorancia, cuántas satisfacciones nos deparas (ah, cuánto hubiera deseado escribir: “¡oh, inteligencia, soledad en llamas!”).
     Hubiera invertido en estos dos meses, támbién, más tiempo en la sustancia y menos en la forma pero bueno, pienso como novelista y veo el potencial de la la página en su estructura, sin poder deslindar la forma de la sustancia. Pienso por otra parte, que no importa, que haré cuanto ahora pienso que hubiera deseado porque, al menos por las noches, este tiempo compartido entre la vida laboral y familiar es mío, solamente mío, o relativamente mío. Pero mío. Casi. Y ahora mismo siento, porque es un sentimiento vago que proviene de la desmemoria, que me encuentro hablando desde un punto distante, medianamente distante, de donde yo me situé al emprender esta bitácora. ¿Era mi deseo llevar un registro puntual de mis más íntimos devaneos día por día? No. No tanto. Estaba, sí, el objetivo de preparar un texto por lo menos cada semana, de quitarme un peso de encima a cuenta gotas. Pero también encuentro, ahora que lo pienso, un tono disfuncional en este propósito, porque el propósito iba acompañado de una suerte de mordaza a cualquier calificación de mi trabajo. Un tache y censura a la reflexión personal sobre la creación. Como si a quién le importara. Y este sentimiento vuelve a revelarme, también ahora que lo pienso mientras escribo, que no he dejado de escribir solamente para mí, sino que sigo escribiendo para un lector que está más allá de mi epidermis, cuya respuesta aguardo secretamente. Aquí, yo, aguardo paciente, acabar con los hubiera, aguardo moroso, menos tarde que temprano. 

Grupos de autoayuda

En busca de mejoras en la presentación de estas carpetas de textos, he dejado constancia de mi desidia y testarudez en la entrada anterior. La vista previa de los blogs se expresa casi correctamente al mostrar un texto justificado… ahora, porque hubo quien me señaló una omisión en la configuración de esta página: su solución al problema no fue la correcta, pero en sí, su observación me hizo reparar en la omisión de una orden en el cuerpo del CSS (qué es el CSS en pocas palabras, bueno, quisiera saberlo para poder explicármelo).
     Ahora también, tras una necedad, encuentro que el tema del diseño de blogs no es una ocupación menor; son muchos y muy generosos quienes se dedican a brindar apoyo a una cantidad nada despreciable de navegantes que, como yo, quieren hacer de un blog una página personal y creen que estas personas están para resolverles su problema de imagen, gratuitamente, nomás porque sí, porque su blog trata de las entrañas de Blogger, como si tuvieran obligación los unos con los otros. Su perfil es similar al de un diseñador o desarrollador web profesional o aficionado, pero con capacidad de expresión, de mártir y pedagogo, porque explican las cosas de la A a la Z, con pelos y señales: los diseñadores de oficio, cuando preguntas cómo se esto o aquello, nomás responden “bien fácil, mira, así”, y uno mira pero como no explican, se queda en las mismas. Ellos conforman un amplio grupo que podría denominarse de superación personal internáutico, o de autoayuda —sin ánimo de que resulte ofensivo el término para estos próceres—… pero a la vez, son individuos que encabezan grupos de autoayuda con tendencias adictivas para un lego como yo, que en el afán de entender y perfeccionar su colección de bitácoras, lo último que hace es escribir y publicar lo que escribe, sino cambiar una y otra vez, para después regresar a su estado original, el blog, cada noche todas las noches, insatisfecho por el resultado de artilugios sugeridos por aficionados y profesionales, funcionales eso sí, pero carentes de la respuesta que uno anda buscando, y en lo que busca y encuentra dándole órdenes al código html mediante scripts misteriosos, se va todo esfuerzo por registrar nuestros anodinos pensamientos y consideraciones irrelevantes sobre este u otro tema.

wysiwyg

... pues no, medianamente falso, medianamente cierto, porque nada más engañoso que la vista previa del editor de texto de Blogger, para creer que una entrada justificada será publicada efectiva y enteramente justificada, así que ni tan what you see is what you get.... Ah, una de mis lamentables luchas perdidas contra la imagen en internet, inimaginable en la letra impresa.

Música de fondo

Lo que más me gusta de navegar es precisamente el hecho de que me permite perpetrar búsquedas inútiles por entero satisfactorias: bajar sin pagar un quinto la música que adoro y acumulo en mi computadora; piratear tipografías y programas de edición para un libro que yo mismo formaré y tal vez un día mande a imprimir con un tiraje exclusivo de 100 ejemplares; encontrar imágenes y archivos de audio y video de los autores que más amo. Ahora mismo, teniendo como sombra persecutoria a un premio Nobel, escucho una entrevista de Juan Rulfo de 1977 (la colocaré en “Evasiones” más temprano que tarde), recuperada del sitio que más deploro de internet por lo anodino que puede resultar: YouTube.
     La voz de Juan Rulfo es música para mí, lo puedo escuchar como quien oye a los Beatles o a Benny Goodman; me estorba, eso sí, el entrevistador que está increíblemente bien informado sobre Rulfo. Sin embargo escribo y su discurso no me interrumpe, al contrario, me anima, me exalta, me hace vibrar como los Talking Heads: las inflexiones y la profundidad de su voz, los giros coloquiales que emplea, la concisión de la memoria, su percepción de las cosas y la congruencia entre el Rulfo legendario, el literario y el iconográfico es brutal, me apabulla.
     Rulfo, ignoro por qué, me recuerda a mi padre. No sé si me lo trae a la memoria porque es de Jalisco, o porque no deja de ser inexpugnable; porque lo veo siempre con su gesto enfermo, deslucido, la imagen que a veces procuraba Rulfo; o simplemente porque encuentro un parecido que a lo mejor, o sin duda, no existe. Puedo leerlo una y otra vez sin sentir hartazgo. Como me ocurre con Los de abajo, su obra me parece una de las más lamentablemente vigentes que existen en México, y quienes lo denuestan, los más absolutos estúpidos y engreídos. La patética realidad de una historia que no ha cambiado, persiste en más allá de sus libros, incluso ha irrumpido en mi hogar de manera inquietante. Sus atmósferas me son increíblemente cercanas quizás a causa de lo mítico y no se me dificulta encontrarme en ellas. A Rulfo le admiro, entre otras muchísimas cosas, la llaneza de su prosa; la envidio a la buena y la deseo más que a cualquier mujer porque es todo lo que yo no puedo dejar de ser: verborreico y barroco desde la idea hasta la ejecución.
     Rulfo es un parricidio que no estoy dispuesto a cometer; aunque en realidad,tal vez no esté dispuesto a cometer ningún parricidio. No por nada pienso en el drama de Rulfo y me topo con la imagen de mi padre, casi como efecto dominó.
     Cuando pienso en mi papá me imagino de dos maneras: primero, me veo espiándolo como si estuviera atisbando al Aureliano Buendía de los pececillos de oro, la imagen más vanal, más superficial y sentimental que me inspira él, diríase el lado cursi de la moneda; segundo, me veo buscándolo no como Juan Preciado buscaba a Pedro Páramo para hacerlo polvo, sino como en las entrañas de sus desoladores escenarios. Ahora, apenas ahora, justo ahora lo entiendo, y es que se trabajó con muertos, dice. Y en muchos sentidos, yo he estado trabajando mucho tiempo con muertos confundiéndolos con vivos, y a la inversa.
     Hace poco alguien me dijo que el alcohol destrozó a Rulfo; que el alcohol le impidió continuar escribiendo. No supe si reír o llorar, lo único cierto es que el comentario me lastimó como una nota desafinada por la ignorancia de la afirmación. Sólo Rulfo sabrá por qué rechazó continuar con sus relatos escritos, porque hubo otros que continuó en la fotografía. Uno de los corajes más enconados que he hecho últimamente —y vaya que he hecho corajes—, tienen que ver con Rulfo. Editaron un libro que hicieron pasar por suyo, una infamia que lejos de contribuir al esclarecimiento de su obra, lo demerita. El libro se llama Retales y deberían quemar la edición completa, es más, ni debería mencionarla pero quiero incitar al lector a perpetrar este justo acto de censura: quémenla, quemen toda la edición y con esta, si es posible, a los compiladores y editores, sin darles siquiera el derecho de pataleo. Esa farsa es una basura que podrían ser las notas a lápiz que uno realiza de vez en cuando en las márgenes de un texto, o al calce. (Las únicas anotaciones de esta índole que me gustaría editar son las de mi querido amigo Alejandro, muchas de las cuales dejó en numerosos libros de la Biblioteca Central de la Universidad: joyas de la lectura atenta, de las correlaciones entre un texto y otro de naturaleza por completo distinta. Las titularía Diálogos alejandrindos y el volumen sería posiblemente tan extenso como el de Platón, aunque un tanto más variopinto y, por tanto, enriquecedor.)
     Rulfo me ha dado el mejor consejo de toda mi vida, aunque tardé tiempo en seguirlo. En la entrevista, le preguntan cómo va con su novela y él, con la timidez acostumbrada, dice que ahí va, que espera terminarla este año y luego se deshace en ambigüedades para arrogarse el derecho de terminarla o no según su estado de ánimo, si tengo la serenidad, dice. Así estuve yo también, diciendo que este año publicaba el Manifiesto, o La paradoja del gato, sabiendo, sin aceptarlo, que no lo haría. Que después de A propósito del autor me sentí en la obligación de ser tan riguroso en el decir y el publicar, que no volví a sacar nada salvo un par de cuentos a solicitud de amigos. La inconstancia editorial ha sido la constancia de lo que, con grandilocuencia, puedo llamar mi obra. Pero creo que fue a Arreola a quien le oí decir que Rulfo jamás tuvo la intención de continuar la famosa novela de La cordillera, que no pasó de ser el borrador de una idea y la excusa permanente a las exigencias de su gremio, que no terminaba de entender que él ya no quería escribir, que lo que quería decir lo había dicho ya. Mi librito de cuentos está muy, pero muy muy lejos de ser El llano en llamas (y de decir lo que yo quería decir, si es que alguna vez lo supe), pero gracias a este librín y a Rulfo comprendí, mucho tiempo después de haber entrado al ruedo de las fabulaciones, que uno no puede andarse por el mundo dejando testimonio de su vanalidad, cuando por naturaleza somos insignificantes.
     Esto podría parecer una contradicción, sobre todo para quien se dé una vuelta por mis bitácoras. Tal vez entre la publicación impresa y la publicación electrónica no exista diferencia, pero tan cierto como que lo que es parejo no es chipotudo, los bytes de mis cuentitos no tienen el peso lapidario de la letra impresa... aunque tu libro sólo puedas conseguirlo en bodega, con el autor —por los buenos oficios de tu señora esposa que no deja de pensar que un día de estos vivirás de tus regalías— o en una librería de viejo y, por tanto, nadie sepa de su existencia. A Dios gracias. Ahora, si estos argumentos no derrotan esa impresión contradictoria entre lo dicho y lo hecho en estas páginas mías, es porque en efecto, soy una persona contradictoria. La vida, como dice Rulfo, no es muy seria en sus cosas. 

Pues sí

..., es extraño, publicar un cuento que escribí hace más de quince años...

Obsequio a los 35

Este es el problema: acontece que uno, alguien cumple años, digamos 35, ¿cuál sería la mejor manera de celebrarlo? ¿el mejor obsequio? No es una edad cualquiera: es el último año en que bajo el criterio estandarizado por la Unesco, se considera al más baquetón de los baquetones todavía joven. A los 35 se es, como se especifica en las convocatorias literarias, “inclusive”. No obstante, y a pesar de la Unesco, conozco a varios caballeros y un par de presuntas damas que estando claramente fuera de la frontera inclusive conservan esos rasgos juveniles de personalidad que los ubican de este lado del inclusive. Algo ridículo para quien frisa, borda y decora los cuarenta con sedentaria flacidez, se agita al subir las escaleras y conoce de sobra la programación completa de Universal Stereo. Cualquiera diría qué onda, ya crece manito. Y al contrario, quien estando en el bloque inclusive dice —no de ahora, sino de muchísimo antes— “manito” y escucha en este momento uuh mai lord, mai suit lord... y jazz de las grandes bandas, pudiendo escuchar a Amy Winehouse o James; cualquiera le diría güey, actualízate... Oh, los viejos amigos (p.j.)
→prometo hacer un glosario de abreviaturas←
     En fin, de vuelta al punto de partida. Siendo, pues, un habitante del mundo a punto de ingresar en las filas de los viejos prematuros, decidí que el deber ser no debía ser ni pastel premeditado ni comilona fatigosa para celebrar, sino más bien una bitácora entre bitácoras, una fiesta de mí para mí —ya lo dije, en perjuicio de e t c— que me permitiera hacer lo que la dura realidad me impide hacer de manera concentrada, después de medianoche: escribir a mis anchas sin pensar que hago literatura, porque la literatura estorba —no como obra acabada, sino como idea, proceso y descubrimiento: la literatura aniquila, limita y agobia, aunque al final, como un elefante blanco que remonta hacia el cielo, rescate y salve a los acorralados. Mi obsequio a los 35 ha sido lanzar una botella al mar, entablar un monólogo disfrazado de diálogo disfrazado de monólogo; la escritura libre, sin cortapisas, de algo comprensible entre yo y un otro que podría o no conocer y hasta desconocer, como ese invitado a la fiesta que te deja plantado; sin aguardar el fallo de un concurso al que se ha enviado, sin aliento y por mensajería a las 23.59.59 de la fecha de cierre, tres engargolados de un libro inédito recién fotocopiado. La aprobación expresa, con recompensa económica, de tres o cinco únicos lectores convertidos en jurados de nuestro perverso e ilusorio sistema de prestigio. Pobrecitos cuentos míos, cuánto han viajado sin redituarme un solo quinto, y mis novelas cuán inconclusas en calidad de proyecto. Cuántas correcciones han sufrido innecesariamente en cada tentativa, cuántos archivos .doc, .txt, .rtf y punto seguido con variantes mínimas y erratas que persisten.
     Por lo pronto, mi cometido marcha no sin accidentes en la construcción de mi obra magna, que se ha concentrado en la presentación, la imagen y la reflexión sobre lo mismo, alentado por ese ánimo de corrector de estilo que me caracteriza, siempre en busca y al encuentro de lo perfectible en lo que estuvo mejor ayer para dejarlo peor que hoy (“obsesionado por el detalle sin ver el universo” —citando a una aguda poeta); fiel a mi ánimo barroco y vericueto, el rizo puede rizarse aún firme en la convicción de que esta u otra redescritura no marcará “¡ Listo/¡ Error en la página” al pie de tu navegador, cuando justo ahora pensaba, después de una reconstrucción total, que estaban absolutamente resueltas de manera autodidacta los gazapos del lenguaje informático, y empezaba a fijar criterios de inclusión de imágenes, video, audio, texto, etc... Los criterios editoriales de mi biblia electrónica. Ya lo dije, me refiero a las Redescrituras de y los imperceptibles cambios que ha sufrido; a las limitantes tipográficas del editor de texto; a la iconografía; a las opciones “rid mor”, “continuar leyendo” sin abandonar la página, desplegar índice y el español, por Dios, que todo sea en español español. Pero es que no se entiende Redescritura de si no se entiende el carácter del autor, porque es un work in progress permanente aunque no escriba (ya son un par de docenas las entradas en calidad de borrador rezagadas en mi cabeza); el gusto por el detalle clásico a riesgo de parecer anacrónico. Y tal vez no se note, pero lo veo yo, y eso es terrible, como un golpe en la cabeza que deja secuelas, o una coma donde va punto y coma. 

Roy Lichtenstein: coincidencias

La imagen en la esquina superior derecha es de Roy Lichtenstein (¿debería aclararlo?), se llama The Red Horseman y está fechada en 1974. La elección fue casi casual, durante el muy artesanal, improvisado y obsesivo work in progress de esta carpeta de notas, textos y citaciones que ya tantas consideraciones negativas ha propiciado en casa —ahora me doy cuenta de que cuando creía que lo tenía, aún tiene fallas—, desde luego, en detrimento de mi rendimiento diurno, en perjuicio de Champs y Amks; el caso es que de entre las escasas imágenes no fotográficas que guardo en mi computadora, en la carpeta de imágenes en “Mis documentos”, era la más vistosa y apropiada por su formato para darle una imagen pop, pero elegante y discreta a lo que iba a ser un blog que se convirtió en cuatro y algo menos que una pesadilla.
     Me gusta Lichtenstein en esta bitácora y en las otras nomás de verlo, como quien dice mira ay qué bonito; después, sí, le puedo echar seso y buscarle el significado y pensar que estoy redescubriendo los hilos más negros del moderno de arte de presentar un blog. No me gusta como me gusta Hopper, por ejemplo, que tiene imágenes tristísimas, melancólicas, o De Chirico o Magritte, sino más bien como Escher, que dentro de la profundidad del juego gana para mí, primero que nada, el juego, siempre el juego. Pero no tengo imágenes de Escher guardadas en la dicha subcarpeta ni dudé en reemplazar la primera elección: he cambiado de todo: el color de fondo, el tamaño de la barra lateral, los colores, las fuentes, los textos y hasta el título general de los cuatro blogs (mejor hubieras hecho una página web —no, a eso sí que no le hago...), y la manera de presentar audios, videos e imágenes en “Evasiones”, me llevó un rato darle al clavo. Lo único que tampoco he cambiado es la imagen de Fantomas, pero Fantomas ya será tema de otras notas.

Work in progress: status

A 35 minutos de haber cumplido 35 años, pienso que esto de la construcción está llegando a su fin. Me parece. El color del fondo no termina de convencerme y la barra lateral puede perfeccionarse. También podría perfeccionarse este carpeta de textos si conociera un poco del lenguaje que hablan los desarrolladores web, que generalmente son torpes para expresarse en cualquier lengua que no sea html, php, xml, etc. Sufro con esa especie avanzada de diseñadores. Van estas líneas a manera de proemio a la siguiente nota que no escribiré en este momento, porque ahorita al filo de las 4 am, le tundo a la tecla pa' que no digan que nomás ándome haciendo guaje para no ponerle su agua a los cats, jugar con Champs y echarme panza arriba con Amks, ¿eks?

Antecedentes de la construcción

Una de esas noches desveladas y retintas en casa de GT, le pregunté su opinión sobre J. Chirgo y el antimutismo. ¿Y eso con qué se come? No. Es una de las vanguardias tardías, y le expliqué tímidamente, lo mejor que pude (que en realidad es decir poco) quién era Chirgo y qué el antimutismo. Hizo una mueca y, al compás de la Danza de los sables, respondió:
     —Georges Steiner se pregunta en Tolstoi o Dotoievsky si la novela debe seguir a Tolstoi o a Dostoievsky —dijo apuntándome con el dedo como quien hace una advertencia—, y después de no sé cuántas páginas muy chingonas donde argumenta que Ana Karenina esto y los personajes tortuosos de Dostoievsky, termina diciendo ¡ni madres, Tolstoi y Dostoievsky: la épica y la tragedia! Eso es la novela, chingáos, no esas mamadas que te acabas de inventar del antisuflismo y como se llame...

Las bases de la construcción

Durante años he tenido la intención de abrir un blog. El pudor, el temor al ridículo, a la exposición a plena luz de desconocidos, me lo impidió y me precipitó a tal retraso social en la Red que, al día de hoy, no comprendo qué es Facebook ni su utilidad (de paso: ni me interesa). Al principio, hace ya tiempo, antes de mi hija y de esta vida de burócrata en curso, tenía la intención de llevar la bitácora del work in progress de una novela. Pensando dos veces el asunto, reculé: si tenía la intención de someterla a concurso, ¿estaría violando la cláusula de anonimato que exigen la mayoría de las convocatorias de los premios que, ilustres desconocidos como yo, aspiran ganar? Vaya estupidez, porque ni he terminado la novela, ni he ganado un premio, ni tengo un registro ordenado del trabajo en proceso para saber hacia dónde quería llegar ni lo que quería decir (ya me encargaré sobre el decir). Luego luego se me vino a la cabeza y a la pluma otra novela que eran tres novelas y el proyecto del blog como acto creativo y elemento de reflexión fue desplazado por nuestra triste y repetitiva historia mexicana: la verdad, me dio güeva insistir con lo del blog. Además, en medio del boom de las bitácoras, abrir una me resultaba tiempo perdido, como quien se suma a una marcha de millones de personas y eso, para un clasista de clóset como yo, era inadmisible. Ahora que esa etapa pretenciosa de mi vida ha quedado ligeramente como un recuerdo con adjetivos que me reservo; ahora que ya terminaron las tres telenovelas (sí, te-le-novelas, no novelas a secas) que me quitaban el tiempo de 7 a 10 y media de la noche, a falta de Big Brother, prefiero perder mi tiempo escribiendo y publicando algo de lo mucho que he escrito y no he terminado, que jugando Solitario Spider. Ahora que no puedo ni deseo participar en ningún concurso literario, ni ser republicano digno de un medio indigno de su República de Letras; que no me interesa dejar constancia a través de libros y libros ociosos quién soy, lo inteligente que he sido y cómo te has desperdiciado, y a unos días de cruzar el umbral de los 35, van estas líneas a manera de presentación de mi redescritura.

Work in progress

...esta bitácora continúa en construcción...