El clan en fin de año

La familia en diciembre: se lee fácil pero se dice con cierta pesadumbre e inevitabilidad, porque siempre es cuestión de arduas negociaciones en el hogar, fundamentalmente porque uno está cansado y el elmento champincuri que está de por medio nos obliga a proceder de manera diferente, sin contar, claro, al clan, que invariablemente sigue con rigor un plan definido: el antiplan o roto-plan: el súbito cambio de planes. Si no fuera por ella, tal vez las cosas resultarían menos liosas; si el clan definiera y siguiera a pie juntillas un plan, ídem. Si no fuera por ella, tal vez diciembre no sería un mes que ahora me depara más gracias que pesadumbres; si no fuera por el clan, tal vez diciembre no me depararía pesadumbres, pero tampoco sería del todo agradable. Y si no fuera porque diciembre es el único mes en que se presenta la oportunidad de que la familia se reúna, sería... quién sabe qué y cómo sería, tal vez lo que era antes: una fecha que uno dejaba correr por su piel como el agua bajo la regadera, bien ataviado y con “El niño del tambor” en voz de Raphael como música de fondo.
     La negociación decembrina, sin embargo, no empieza en la mesa, con un cálido café y los tabacos en la mesa, como quien se dispone a jugar una partida de dominó que definirá al campeón universal, porque en esta mesa no hay nada que ganar ni es competencia. No. Empieza en la cabeza, por ahi de agosto, con un runrún insistente que pregunta cuál será el plan en diciembre y uno se responde planteando los múltiples escenarios posibles, que paradójicamente, son los mismos año tras año. Luego, llegado octubre más o menos, el runrún cobra forma, como ánima rulfiana desciende por los hilos telefónicos, se desprende de los labios de una tía o del hermano, viaja al instante en megabaudios, o simplemente se conjura mediante un correo electrónico o en la alquimia publicitaria de una oferta que no es propiamente prenavideña, aunque tiene toda la pinta para el consumista previsor de paseo por una tienda departamental. Diciembre entonces se aproxima con sus pesados pasos de viejo barbas chapeteado, envuelto en terciopelo rojo con cara de ponchera y forma de piñata, sin delicadeza alguna, y con toda esa ventaja de ser último en el calendario, en medio de balances presupuestales e informes de trabajo, se apersona con su fatalidad de ¿dónde vamos a pasar a la Noche Buena? y la respuesta inmediata: donde siempre ¿o no? Pero este donde siempre implica un lugar donde no pasar la Navidad; implica que no verás a esa parte de la familia que siempre pregunta por qué no vino fulano, no obstante fulano casi nunca se deja ver porque tendrá sus razones. Además, ocurre que por un lado el plan se ha definido sin ambigüedades; por otro, la improvisación prima como si fuera una virtud y no algo humanamente desquiciante. (Este año, oh ingenuidad, creí, pensé y asumí, que la improvisación sería elimanada del panorama; no fue así.)
     Pero este reproche soterrado en torno a la familia, que el clan eleva con un simple “qué milagro”, es una ficción que describe una realidad precisa, porque sucede que antes de diciembre transcurrieron, lisitos, once meses con fechas propicias para manifestarse ante el clan, en los cuales uno optó por dejar escapar la oportunidad. La realidad del quémilagro sugiere también una imposición: deberías estar aquí, y este deberías el sometimiento a una tradición de la cual uno ya no desea participar simplemente porque está conformando su propia tradición, y una reacción, que es la evaluación cualitativa de las tradiciones familiares que permiten sentar las bases, mediante la ruptura, de las nuevas tradiciones en construcción. Lo peor del recurso del quémilagro no es la simple enunciación, sino el anticipo de una perorata sobre la unión familiar y el significado de la familia. Intolerable, pero es una concatenación probadísima que garantiza un ataque en masa, el blitzkrieg del clan ante el cual no hay defensa porque no hay convergencia en los puntos de vista, que deriva en no decir lo que realmente se quisiera decir para evitar un drama a la altura de una patética ópera bufa, entonces las palabras se atropellan rápidamente como un remolino de agua que se forma en el ojo de la coladera, y se pierden como las palabras de la maestra de Charlie Brown: bla bla bla bla blá, y ahí termina la invitación a reflexionar sobre quién sabe qué que tendrías que pensar. Todo está dicho sin haber dicho nada. Ah, somos tan cristianos, tan sembradores de culpas, tan cantinflescos, tan sin sentido del humor. Yo prefiero esquivar la piedra y dejar que el clan se conforme con mi presencia de muñeco de aparador, y el clan acostumbrado a este proceder, se conforma: es la nueva tradición, para desplazar su atención sobre la nueva víctima propiciatoria: el elemento champincuri los absorbe con su gracia y simpatía, cómo no, y menos tarde que temprano cada quien se solaza en conjeturas de lo que pasó por la cabeza de zutano o mengano, incluyéndome. Qué flaca es la memoria cuando hay tantas cosas que no cambian, y qué esperanzador y decepcionante resulta diciembre cuando se espera que lo que antes no era diferente ahora sea distinto. Diciembre y sus aguinaldos no cambian, apenas se transforma para dejar de ser lo que siempre ha sido: una promesa. Y sin embargo, como diría Galileo, se mueve, por fortuna.

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