Camarada Carlos

Durante años, Carlos Montemayor y Alí Chumacero revisaron, comentaron y criticaron cada página que les entregamos en el Centro Mexicano de Escritores. En mi caso, no fueron pocas, prácticamente toda la novela por la cual me habían concedido la beca. En cambio yo, fui demasiado petulante como para reconocer sus críticas o confrontarlas con el texto en el momento. La dinámica establecida era muy clara, Chumacero hacía observaciones puntuales, muy juiciosas, incluso correctas, sobre el estilo y el lenguaje; tenía esa capacidad de hacerlo con tal gracia, que el ridículo no podía convertirse en algo incómodo; por el contrario, Montemayor, con ese tono mesurado de tenor e impecable dicción, se metía a fondo no sólo con el texto, sino con la intención del autor, sin rodeos ni concesiones. Su análisis era siempre lúcido, claro y generoso. Invariablemente, se dirigía a nosotros de Usted, no para poner distancia, sino para afirmar que nos respetaba. Este era el trato que Montemayor daba a los beneficiarios del CME, y el Usted que algunos malinterpretaban como un gesto insoportable de solemnidad o pedantería, era clave inequívoca de un código que sólo se da entre pares. En este tono nos ofrecía sus comentarios, y en ese tono nos dirigíamos no sólo a ellos (Carlos y Alí), sino entre nosotros, aunque no siempre empleáramos el Usted. Incluso después del CME, no dejó de dirigirse a mí con un ceremonioso y cordial Usted. Por el contrario, yo siempre lo traté de tú (y no pocas veces me lo reprocharon mis compañeros); nunca pensé en el Usted porque siempre le he hablado de tú a mis amigos, que por lo general son mis maestros.
     En ocasiones, durante las sesiones, había que prestar demasiada atención y buena voluntad, porque si se prolongaba su alocución, corríamos el riesgo de hundirnos en las espesuras de su erudición –él mismo se dejaba seducir por su voz–, que Alí atajaba con métodos poco convencionales. Aunque no siempre se daba el diálogo –evitaba que uno explicara siquiera lo que buena o ingenuamente se proponía hacer–, tampoco pontificaba, pero insistía, insistía e insistía, incluso al punto de la cátedra… y entonces intervenía Alí, con una carraspera que apuraba a conclusiones.
     Había también rituales. Uno de ellos consistía en concertar una cita en un buen restaurante para conocernos y discutir de literatura, al calor de unos alcoholes y comida de excelencia, preferentemente mexicana, por lo general la Hostería de Santo Domingo, en el Centro Histórico. Uno veía el menú, indeciso, y apenas advertía un titubeo, Montemayor salía al paso: “Si me permite hacerle una sugerencia”, decía, “la pechuga ranchera en nata es una excelente elección”. Entonces uno pedía la pechuga y, en efecto, no había decepción. También estaban las reuniones habituales en el Tío Luis, en la Condesa, donde gravitaba Alí Chumacero como gran gurú del buen beber y eje de la conversación. Pero la comida del Centro Mexicano de Escritores, sospecho que Montemayor la agendaba en la Hostería no sólo por su inclinación a la buena comida mexicana, sino porque tenía la oportunidad de deslizarse, inadvertidamente y sin pudor alguno, al piano del lugar para cantar; el repertorio de aquella tarde incluyó “Amapola” y creo que es una de las imágenes más fijas que conservaré de Carlos Montemayor. Como dice María, era “el último de los románticos”.
     La última sesión en el CME, o mejor dicho, la última entrega para mí fue crucial. Montemayor se tomó el tiempo suficiente para realizar un recuento crítico de mi texto. El capítulo que había entregado anunciaba el final de la historia del camarada Rojo, Rubí y el narrador central. En ese episodio confluían los tres y se desataba la crisis que minuciosamente había venido preparando y que articulaba el resto de las narraciones. Sin consideración alguna, me dijo que había hecho un buen trabajo, pero que si retomaba la novela a partir de estos tres párrafos, inscritos en dos páginas que exhibió con los dedos en pinza, existía la posibilidad de que obtuviera algo realmente bueno. “Mire usted, aquí se encierra el verdadero conflicto de su novela”, dijo. “Esto es lo que de verdad debe contar, porque esto es real, esto es lo que le atañe.” Lo soltó así nomás, sin aspavientos, como quien dice vuelve a escribirla. No había ofensa ni descalificación en su juicio, ni recuerdo que hubiera hecho en algún momento a cualquiera de nosotros un comentario con esa intención. Sonreí y pensé lo único que podía pensar entonces, que no había entendido un ápice. El juego de puntos de vista, los quiebres de tiempo, la construcción de personajes, los recursos, la trama y la descomposición de la trama. Nada lo había entendido Montemayor, sólo le parecía un texto bien escrito.
     En el CME nos daban unos meses para concluir el proyecto presentado y liberar la última mensualidad. En esos seis meses me puse a ordenar el trabajo y me resultó imposible llegar al final. En efecto, había algo que no cuadraba. Distribuí los capítulos como los había pensado; hice mapas; señalé personajes, anécdotas, tratamientos que debía elaborar nuevamente, replantear o profundizar. Nada de eso me condujo al final. Un capítulo atroz, que ocurría durante una fiesta de quince años, se me anteponía siempre como una piedrita en el zapato, como arena en el ojo… y esos tres párrafos, igualmente estorbosos. La novela descansó, siempre rondando mi cabeza, y un año después retomé todo el material, todas las notas que había tomado, y miré de golpe las páginas señaladas por Carlitos, como le decía cariñoso Alí, y quien comprendió fui yo. Tenía razón: había ensayado con el lenguaje y los personajes y la estructura durante casi dos años para llegar el punto donde quería llegar: a saber lo que quería contar. El resto era paja, artificio, y así fue como empecé de nuevo algo que aún no he concluido. Lo único que diferenciaba esos tres párrafos del resto de la novela, es que estaban anclados en la realidad, más allá de la verosimilitud. Es aquí donde está en gran medida eso que llamamos vida de la novela. Esa fue su gran lección. Como a otros, quizá, Montemayor me enseñó, me hizo tomar conciencia de que hay un tipo de literatura que trasciende el juego verbal y los montajes; lo anecdótico y la corrección; la que apuesta no por observar la realidad, sino por intervenir en esta, la que a uno más que serle cercana, le inquieta y le perturba. En esas líneas Montemayor advirtió congruencia entre autor y texto, como ocurre con Guerra en el paraíso, como él.
     Desde el viernes 26 de febrero que se esperaba su muerte, comenzó un duelo personal. No sólo a causa de la inminente pérdida del maestro, sino porque con él empieza el luto por una tradición irrecuperable, donde escritores que dignifican el oficio de quien escribe, congruentes entre el decir y el hacer, resultan imposibles. En el Centro Mexicano de Escritores, Alí Chumacero y Carlos Montemayor enseñaron a los jóvenes escritores a sentirse escritores, a escribir como escritores, a pensarse escritores y sobre todo, a saberse escritores, al margen de la obra y el prestigio. Todo ello implicaba el reconocimiento de uno y del otro. Nos enseñaron también, a respetarnos en este sentido y a ser humildes y severos con nosotros mismos; a no tomarnos tan en serio ni tan aprisa. Ignoro si Carlos sabía lo significativo que fue, realmente, para un puñado de escritores que pasaron por aquella sala de cuatro por dos y medio cada miércoles. Ojalá lo supiera. Me hubiera gustado decírselo. 

* Versión impresa, y aquí otra versión de un amigo.