Ex Libris

Bueno, supongo que esto es inevitable: hablar de Salinger ahora que murió. Y la verdad, realmente es inevitable. Desde que lo leí en la escuela, desde que comencé a escribir, J.D. Salinger estaba ahí con toda su prestancia heidegueriana: mientras más ausente, más presente. La única novela que he cerrado y abandonado su escritura por completo, la primera, la primeritita de todas, de la cual solo un amigo tiene una copia (y que se arriesgó a leer de principio a fin) comienza y divaga entre sermones morales, Salinger, José Agustín y un sueño recurrente. Desde luego fue un ejercicio iniciático muy enriquecedor que me tomó años y, al parecer, me dejó exhausto. Sin embargo, Salinger no ejerce en mí la fascinación y amor que siento por otros escritores; cuando murió Arreola, por ejemplo, me entristecí, incluso hubo lágrimas; lo mismo pasó hace un par de meses con Milorad Pavic, a quien no he sido capaz de escribirle mi despedida. Sin embargo, con Salinger, la sensación fue distinta, quizá porque Holden Cauldfield sigue por ahí, pendiente de mi caída hacia el precipicio. Y eso que no he vuelto a visitarlo, aunque he tratado de conocer a los Glass sin experimentar una atracción real por ellos, salvo por el texto que los críticos dicen que es su peor trabajo “Hapworth 16, 1924”, el último que publicó.
     Salinger me evoca aquellos años febriles en que paseaba con una libreta en el bolsillo del pantalón y una pluma y anotaba al vuelo cualquier estupidez que pudiera prestarse [o no] para un cuento. Años virginales en que pensaba cuán gris sería la vida de un burócrata como yo lo soy ahora (y debo decir que esta vida no es nada gris, aunque tampoco sea luminosa). Años felices donde todo era un inconmensurable, intenso, intenso drama. Días de café París y El Parnaso y paseos por el Centro Histórico. Esos días en que uno, cómodo, se siente censor moral y conciencia universal. Pero sé, que el asunto no es Salinger, es un estado de ánimo, es un tiempo en el que el nombre del escritor no es el escritor sino un símbolo, una marca, por fortuna, indeleble, como un ex libris. La única razón por la cual la noticia de su muerte me dejó una sensación indefinida —como quien ve algo desde el andén del metro y tiene la certeza de que en el vagón del tren que acaba de pasar ha reconocido algo, no necesariamente un rostro o una figura, sino algo— es porque había vuelto mi interés haría un par de meses. Volvió en 2004, volvió en 2006 y durante 2008, cuando hallé, un domingo familiar en Sanborns, los Nueve cuentos de “Un día perfecto para el pez banana”, y en 2009, cuando me propuse hacer una pequeña edición de cuentos no reunidos y traducidos al español, hallados aquí, en la red.
     La obra de Salinger no creo que me hay marcado literariamente, pero se convirtió en una suerte de evocación requerida cada vez que mi escritra se veía vencida por la inactividad. Mi relación con Salinger es una perfecto ecuación de causa-efecto. Así, siempre que me digo voy a dejar de escribir, un aliento de nostalgia tarde o temprano me sobrecoge, releo algunos viejos textos, pienso en mis libros de cabecera, hojeo mis libretas, hago algunos apuntes por el mismo tono conmiserativo, y me viene a la mente una manera de ser que asocio con Salinger, una novela de Paul Auster y Sean Connery (¿por qué Sean Connery? Misterio). Ah, y claro: con mi papá (otra larga carta de despedida que no he concluido), la sala de la casa de mi mamá y una máquina de escribir Olivetti (Lettera) donde escribí una novela desbordada con el triste título de Tiempos oscuros, que tuve el ánimo de transcribir y reescribir en la computadora Acer 386 que mi hermano se empeñó en comprar y que luego heredé, si no me equivoco, al gran Alberto. Salinger es una tonada que bien podría haber tocado Johnny, porque es como el compañero Bruno, fiel como el mal aliento.