Disciplina de la búsqueda inútil

La disciplina de la bitácora no es cosa fácil para quien se sienta, como yo, con todo el ánimo de escribir y termina preguntándose ¿y ahora qué?, mirando de soslayo la libreta que aguarda con su sonrisa de pasta dura como quien dice “cómeme”, por un lado, y por el otro un libro que se abre para descubrirse empolvado, en un claro reproche por el abandono. Me digo entonces ahora esto, pero esto no jala, no sirve, e imagino lo que viene a continuación de lo que uno ya ha desechado, vuelta a la página para recomenzar y retrabajar sobre una idea precisa, justa, artera. ¿Cuál es esa idea? Más café, un cigarro, el monitor está encendido, ¿es Champs o es Amks este zumbido interferente? Luego, la vista divaga y del editor de texto transita a la barra de navegación, y en la barra del navegador cobra un segundo aire, una inspiración llena de curiosidad, de una intuición que dice aquí hay algo, una nota, una visión, algo que aterriza en las pestañas tentadoras del navegador, que al instante, por orden propia y cursor en mano, se abren sucesivamente para emprender una de esas búsquedas inútiles e infructuosas y configurar una literal pérdida de tiempo, sin concesiones. Sin embargo, algo hay de alentador en todo esto, y es que mirándolo por el lado positivo, la pérdida de tiempo en búsquedas inútiles también requiere no sólo de destreza y concentración, sino disciplina férrea, porque en una de esas la búsqueda llega a su objeto de búsqueda y se trastorna todo en peligroso encuentro. Mirándolo por el lado negativo, pues nada de nada, es una llana y literal pérdida de tiempo.
     Para muestra, un botón: para empezar, ¿por qué? no lo sé, pero en esta disciplina rigurosa de ingresar día tras día tras bambalinas a Redescritura, y transitar de la intención a la búsqueda inútil, me dejé llevar por un deseo insatisfecho que a punto estuvo de llegar demasiado lejos: el objetivo, ver las fotos de Dana Plato (Kimberly Drummond en Blanco y negro) cuando posó para Playboy en 1989. A mi hermano, si la memoria no me falla (y por lo general no me falla, pero cuántos huecos y tergiversaciones acusa), le encantaba. ¿Qué demonio me llevó a Dana Plato? El demonio de Facebook, un demonio hasta ahora menor en mi vida, pero un demonio latente, germinal, que trato de comprender y sin embargo, fracaso en el intento. Dejé la bitácora para entrar al Facebook de Alejandro. El Facebook de Alejandro me llevó a Human Drama; Human Drama me condujo a YouTube; YouTube me condujo a Bazinga!, expresión de Sheldon Cooper de The Big Bang Theory; The Big Bang Theory me condujo a Wikipedia; Wikipedia a Sara Gilbert; Sara Gilbert a Melissa Gilbert; Melisa Gilbert a Jonathan Gilbert (Willy Oleson en La familia Ingalls); los Gilbert me llevaron a un comparativo de estrellas infantiles antes y después, y este comparativo a la clásica nota de tragedias de estrellas infantiles, donde la nota principal suelen ser River Phoenix y Dana Plato, y héme aquí, releyendo la semblanza de esta dama, su ingrata y legendaria historia, sin poder visualizar el comparativo y yo pensando qué caray, nunca vi esas fotos de cuando posó para Playboy, ni recordaba el interesante dato de que incursionó en el cine erótico, el soft-core o, como Amks y yo le decimos, el del tercer clítoris, que en realidad debería ser el del otro Punto G, que lleva a las mujeres y sólo las mujeres, a tener un orgasmo de tan sólo toquetearse entre los pechos desnudos mientras una masa de músculos les masajea las nalgas, la cadera, la cintura y las tetas, u otra voluptuosa dama hace lo propio. ¿Y en esta que es la más pobre y patética categoría del cine universal incursionó con un papel protagónico Dana Plato? Cuando aterricé en Google imágenes en busca del comparativo que la página de chismes no mostraba, apareció Dana con su resplandeciente sonrisa Colgate, toda gringa, toda ensueño ochentero, en jeans y suéter rosa. Y aquí pensé tengo que verlo. Tenía que ver esas fotos en Playboy que desde los quince años debía conocer de memoria (y al escribir quince años se me vienen cientos de imágenes que me tientan a abandonar esta nota); debía ver esa joya del séptimo arte y llenar un hueco importante en mi educación sentimental. Oh, sociedad de la información que todo lo puedes, que todo lo contienes aunque nunca haya existido. Pero qué tragadia y confabulación mundial más fiel a la memoria de una actriz intradescente: como si la sociedad de la información le guardase un respeto unánime, un luto permanente, una devoción inexplicable, las imágenes de Playboy se redujeron a dos: las de portada en Estados Unidos y en Turquía, más otras muchas imágenes de la chica cuando coestelarizaba Blanco y negro y años posteriores, la típica foto de anuario de secundaria, falda larga y blusa cerrada hasta el cuello, qué curioso, en blanco y negro. En cambio, de la película ominosa, Different Strokes: The story of Jack and Jill... and Jill, encontré cuatro clips, el primero en YouTube, nada relevante, salvo su incapacidad histriónica, que junto a su coestelar, resultaba soberbia; la nota, que decía furiosa fuck como quince veces, oh improperio cultural para un icono generacional; los otros tres, los hallé en uno de esos sitios que el explorador detecta como poco seguros y al instante el antivirus bloquea. Resultado, para ver los tres patéticos clips donde Dana Plato seduce, besuquea y toquetea y le hace el amor (amor que termina sacrificando por amor) a una amiga de aire inocente y extraviado, bastante crecidita como para tener confusiones sobre sus preferencias sexuales, me vi en la necesidad de desactivar el Norton. A todo esto hay que señalar que me encontraba alimentando el iPod, al que estaba agregándole el álbum Pin-Ups de Human Drama (aportación indirectamente sugerida por Alejendro, vía Alberto, vía Arturo) y lo mejor de los Kinks (“I'm not like everyboy else”), aportación personal.
     Al cabo de varios rodeos, después de viente años, vi desnuda a Dana Plato, no como hubiese deseado, de cuerpo entero, en una imagen fija y bien lograda por la revista de Hugh Heffner; sino en el lamentable tartamudeo de un video de baja calidad que cada dos o tres segundos se recargaba y lo que debía mostrarse en menos de dos minutos, tomaba cinco, siete, diez. Dana Plato no se parecía a Dana Plato, lejos de su imagen ochentera, a pesar de la calidad de video-home VHS de los videos, sin su blonda, larga y abundante cabellera, sin el rostro enmarcado por el flequillo adolescente resultaba indiferente, y su nariz ligeramente aquilina la afeaba de manera inimaginable; sus treinta y tantos años llevados como los había llevado, se notaban a golpe de vista en sus ojos, que no en su mirada; su sonrisa, valga la cursilería de la apreciación, no era la de aquella muchacha, sino la de una mujer sin chiste ni gracia, una gringa cualquiera de mediano buen ver y cuerpo bien tallado, ni tan tan, ni muy muy. Todo en esta Dana Plato era prescindible. Me sentí, me siento ahora que lo relato, como una canción de Talking Heads: You may ask yourfelf, well, how do i get here?
     Sobra decir que no soy ni fui ni seré tardío fan de Dana Plato (de lo que representa), como sí lo fui de la Trevi (¡aflojen aflojen, Gloria Trevi es inocente!) y podría seguir siéndolo si continuara lejos de escena, y cuyo calendario alimentó durante años el salvapantallas de dos computadoras resistentes a mis forzadas actualizaciones. Dana Plato nunca figuró, ni de pasada, en la Pornoteca de Alejandría (recién la bautizo) que la banda Toqueyrol, de la que hablaré en su momento, construyó poco a poco desde Guanajuato hasta la Narvarte, y de la cual sólo queda un ejemplar inaccesible.
     Como todo crimen, el extravío tuvo castigo inmediato: al desactivar el Norton, se dejaron caer como ángeles vengadores una cantidad ingente de virus y amenazas, que pasmaron mi robusto equipo y dañaron, en consecuencia el iPod, que perdió toda información innecesaria, es decir la personal, para restuararse a su estado original de fábrica. De aquí se desprende que la pérdida de tiempo en búsquedas inútiles también tiene sus moralejas edificantes: si hubiera cedido a conservar la memoria de Dana Plato en su estado original, como lo hace el resto de la sociedad de la información, en vez de franquear los límites de seguridad sugeridos por una máquina, mi recién adquirido iPod de última generación permanecería intacto, al igual que la imagen de Dana Plato, sugerente y melancólica, con su tierno flequillo de niña dulce y bien portada, como se le sigue viendo con nostalgia en Blanco y negro después de conocer su trágico destino. Más simple: nada de esto hubiera ocurrido si, sencillamente, me hubiese conentrado en escribir y ver a dónde me llevaba el yo que redacta esta bitácora, privilegiando la disciplina de la escritura, que no tengo, sobre la disciplina de la búsqueda inútil, que vaya si me sobra.