que no digan en clave de fa sostenido

que es como cuando uno se lanza de cabeza al mar y te lo dicen: no te lances de cabeza al mar porque vas a salir raspado, mira que la arena esto y aquello; pero ahi va uno y choca con la arena, se hunde, se raspa, y el libro, y las fotos, y los videos, y hasta el último correito y las chanclas y el sombrero se van al fondo de quién sabe donde: ni siquiera decir memoria porque ve tú a saber qué se perdió... pero finalmente, se queda uno con la satisfacción de que fue uno y no el otro quien la regó (hombre, qué bueno que perdí la casa, qué tal si hubieras sido tú). Y entonces un te lo dije regurgita desde lo más dentro de uno, de lo más profundo, entre encorajinado y qué mal que sientas esto o aquello, que no ves que ahi estoy con la cabeza hundida en la arena, no cómo crees, ahi voy, no mejor no porque me hundes más... total: que para qué te digo si ya sabes que te lo dije. En fin, te lo dije. 

holograma

...el final se aproxima: no hablo de otro fin, sino del final de un largo trabajo editorial que por alguna extraña razón, me fue absorbiendo hasta que se convirtió en algo personal y no en mera cuestión de trabajo. ha sido difícil, porque como en casi todo trabajo creativo, uno termina sintiéndose solo no obstante tenga interlocutores y colaboradoras afanosas que tratan de estar a la altura de mis expectativas (¡pobrecillas!); porque ha implicado retraerme en casa para convertirme en algo así como holograma, para Champs y para Amks... pero pasa, va pasando: el holograma se reconfigura y cede espacio al cuerpo, cada vez más decididamente, a pesar de las tentaciones que me aconsejan en tal o cual sentido cosas malévolas... y luego para decir que al fin y al cabo son un par de libritos que nadie va a agradecer (espero que sí a leer). Y como no soy Justo Sierra, caray, pasaré como siempre en las historias: de ladito, para volver si no a la escritura, a la redescritura. 

Hulk

Como si no fuera poca cosa esto de trabajar y que de los avances y retrocesos de uno dependa directamente el trabajo de una veintena de personas, por no hablar de ciertos compromisos, de prestigios, de dinero invertido. Y todo este esfuerzo para qué, para que uno lo sepulte sin reconocimiento de ninguna clase. Quién se acordará. Tampoco es que haya algo memorable, no, no hasta ahora. Pero en cambio, la otra cara: los sacrificios en casa, los roces, las suceptibilidades (porque todos se ponen demasiado sensibles), y yo, histérico. De mal humor, harto, con ganas de darle un par de patadas a la vida. No escupo al cielo porque me caerá en la cara, y no le escupo a nadie porque me rompe la cara. En fin, que se guarda más o menos la compustara con tal de conservar el rostro, pero entonces uno es una olla exprés que al tacto de una pelusa está por estallar, y la pelusa apenas roza y uno estalla contra quien menos debería temerla... Es el pequeño hulk que todos llevamos dentro, al acecho. 

Tiranía

Es una falacia, un ardid, una argucia de la economía y un equívoco de la memoria: las vacaciones, para quienes tienen hijos, son para todo menos para descansar. La tiranía infantil puede ser llevadera a regañadientes, grata, abrumadora, sublime, cualquier calificativo, el que sea, pero ante todo es desgastante. Uno prepara las maletas, los juguetitos, los trajes de baño, la niña se verá primorosa, mira esto, y esto y esto para cuando esté en la playa. Sí, todo es muy bonito, pero ya estando ahí, ah caray, creíste que podrías relajarte y quizás, en una de esas, tomarte unos tragos cómodamente instalado en la tumbona. Descansas, sí, pero no de las preocupaciones diarias, sino de la actividad del día anterior. Descansas, eso sí, del trabajo porque dejas de pensar en él para pensar en las vacaciones. Las otras vacaciones, aquellas de cuando uno era libre y sin mayor compromiso que con uno mismo (compromiso subvaluado, por lo visto) se podían aprovechar para trabajar ordenadamente, o hacer como que uno organiza sus cosas. Ahora no, uno trabaja para ellos, para ella, y no hay otra manera. Que sí, hombre, son desgastantes, cuánto cansancio acumulado se vuelve a acumular y sin embargo, jamás las reemplazaría porque son irrepetibles. Viva esa tiranía infantil que con todo y todo, es de las cosas más hermosas para quien sabe verlas y disfrutarlas. 

Camarada Carlos

Durante años, Carlos Montemayor y Alí Chumacero revisaron, comentaron y criticaron cada página que les entregamos en el Centro Mexicano de Escritores. En mi caso, no fueron pocas, prácticamente toda la novela por la cual me habían concedido la beca. En cambio yo, fui demasiado petulante como para reconocer sus críticas o confrontarlas con el texto en el momento. La dinámica establecida era muy clara, Chumacero hacía observaciones puntuales, muy juiciosas, incluso correctas, sobre el estilo y el lenguaje; tenía esa capacidad de hacerlo con tal gracia, que el ridículo no podía convertirse en algo incómodo; por el contrario, Montemayor, con ese tono mesurado de tenor e impecable dicción, se metía a fondo no sólo con el texto, sino con la intención del autor, sin rodeos ni concesiones. Su análisis era siempre lúcido, claro y generoso. Invariablemente, se dirigía a nosotros de Usted, no para poner distancia, sino para afirmar que nos respetaba. Este era el trato que Montemayor daba a los beneficiarios del CME, y el Usted que algunos malinterpretaban como un gesto insoportable de solemnidad o pedantería, era clave inequívoca de un código que sólo se da entre pares. En este tono nos ofrecía sus comentarios, y en ese tono nos dirigíamos no sólo a ellos (Carlos y Alí), sino entre nosotros, aunque no siempre empleáramos el Usted. Incluso después del CME, no dejó de dirigirse a mí con un ceremonioso y cordial Usted. Por el contrario, yo siempre lo traté de tú (y no pocas veces me lo reprocharon mis compañeros); nunca pensé en el Usted porque siempre le he hablado de tú a mis amigos, que por lo general son mis maestros.
     En ocasiones, durante las sesiones, había que prestar demasiada atención y buena voluntad, porque si se prolongaba su alocución, corríamos el riesgo de hundirnos en las espesuras de su erudición –él mismo se dejaba seducir por su voz–, que Alí atajaba con métodos poco convencionales. Aunque no siempre se daba el diálogo –evitaba que uno explicara siquiera lo que buena o ingenuamente se proponía hacer–, tampoco pontificaba, pero insistía, insistía e insistía, incluso al punto de la cátedra… y entonces intervenía Alí, con una carraspera que apuraba a conclusiones.
     Había también rituales. Uno de ellos consistía en concertar una cita en un buen restaurante para conocernos y discutir de literatura, al calor de unos alcoholes y comida de excelencia, preferentemente mexicana, por lo general la Hostería de Santo Domingo, en el Centro Histórico. Uno veía el menú, indeciso, y apenas advertía un titubeo, Montemayor salía al paso: “Si me permite hacerle una sugerencia”, decía, “la pechuga ranchera en nata es una excelente elección”. Entonces uno pedía la pechuga y, en efecto, no había decepción. También estaban las reuniones habituales en el Tío Luis, en la Condesa, donde gravitaba Alí Chumacero como gran gurú del buen beber y eje de la conversación. Pero la comida del Centro Mexicano de Escritores, sospecho que Montemayor la agendaba en la Hostería no sólo por su inclinación a la buena comida mexicana, sino porque tenía la oportunidad de deslizarse, inadvertidamente y sin pudor alguno, al piano del lugar para cantar; el repertorio de aquella tarde incluyó “Amapola” y creo que es una de las imágenes más fijas que conservaré de Carlos Montemayor. Como dice María, era “el último de los románticos”.
     La última sesión en el CME, o mejor dicho, la última entrega para mí fue crucial. Montemayor se tomó el tiempo suficiente para realizar un recuento crítico de mi texto. El capítulo que había entregado anunciaba el final de la historia del camarada Rojo, Rubí y el narrador central. En ese episodio confluían los tres y se desataba la crisis que minuciosamente había venido preparando y que articulaba el resto de las narraciones. Sin consideración alguna, me dijo que había hecho un buen trabajo, pero que si retomaba la novela a partir de estos tres párrafos, inscritos en dos páginas que exhibió con los dedos en pinza, existía la posibilidad de que obtuviera algo realmente bueno. “Mire usted, aquí se encierra el verdadero conflicto de su novela”, dijo. “Esto es lo que de verdad debe contar, porque esto es real, esto es lo que le atañe.” Lo soltó así nomás, sin aspavientos, como quien dice vuelve a escribirla. No había ofensa ni descalificación en su juicio, ni recuerdo que hubiera hecho en algún momento a cualquiera de nosotros un comentario con esa intención. Sonreí y pensé lo único que podía pensar entonces, que no había entendido un ápice. El juego de puntos de vista, los quiebres de tiempo, la construcción de personajes, los recursos, la trama y la descomposición de la trama. Nada lo había entendido Montemayor, sólo le parecía un texto bien escrito.
     En el CME nos daban unos meses para concluir el proyecto presentado y liberar la última mensualidad. En esos seis meses me puse a ordenar el trabajo y me resultó imposible llegar al final. En efecto, había algo que no cuadraba. Distribuí los capítulos como los había pensado; hice mapas; señalé personajes, anécdotas, tratamientos que debía elaborar nuevamente, replantear o profundizar. Nada de eso me condujo al final. Un capítulo atroz, que ocurría durante una fiesta de quince años, se me anteponía siempre como una piedrita en el zapato, como arena en el ojo… y esos tres párrafos, igualmente estorbosos. La novela descansó, siempre rondando mi cabeza, y un año después retomé todo el material, todas las notas que había tomado, y miré de golpe las páginas señaladas por Carlitos, como le decía cariñoso Alí, y quien comprendió fui yo. Tenía razón: había ensayado con el lenguaje y los personajes y la estructura durante casi dos años para llegar el punto donde quería llegar: a saber lo que quería contar. El resto era paja, artificio, y así fue como empecé de nuevo algo que aún no he concluido. Lo único que diferenciaba esos tres párrafos del resto de la novela, es que estaban anclados en la realidad, más allá de la verosimilitud. Es aquí donde está en gran medida eso que llamamos vida de la novela. Esa fue su gran lección. Como a otros, quizá, Montemayor me enseñó, me hizo tomar conciencia de que hay un tipo de literatura que trasciende el juego verbal y los montajes; lo anecdótico y la corrección; la que apuesta no por observar la realidad, sino por intervenir en esta, la que a uno más que serle cercana, le inquieta y le perturba. En esas líneas Montemayor advirtió congruencia entre autor y texto, como ocurre con Guerra en el paraíso, como él.
     Desde el viernes 26 de febrero que se esperaba su muerte, comenzó un duelo personal. No sólo a causa de la inminente pérdida del maestro, sino porque con él empieza el luto por una tradición irrecuperable, donde escritores que dignifican el oficio de quien escribe, congruentes entre el decir y el hacer, resultan imposibles. En el Centro Mexicano de Escritores, Alí Chumacero y Carlos Montemayor enseñaron a los jóvenes escritores a sentirse escritores, a escribir como escritores, a pensarse escritores y sobre todo, a saberse escritores, al margen de la obra y el prestigio. Todo ello implicaba el reconocimiento de uno y del otro. Nos enseñaron también, a respetarnos en este sentido y a ser humildes y severos con nosotros mismos; a no tomarnos tan en serio ni tan aprisa. Ignoro si Carlos sabía lo significativo que fue, realmente, para un puñado de escritores que pasaron por aquella sala de cuatro por dos y medio cada miércoles. Ojalá lo supiera. Me hubiera gustado decírselo. 

* Versión impresa, y aquí otra versión de un amigo.

Ex Libris

Bueno, supongo que esto es inevitable: hablar de Salinger ahora que murió. Y la verdad, realmente es inevitable. Desde que lo leí en la escuela, desde que comencé a escribir, J.D. Salinger estaba ahí con toda su prestancia heidegueriana: mientras más ausente, más presente. La única novela que he cerrado y abandonado su escritura por completo, la primera, la primeritita de todas, de la cual solo un amigo tiene una copia (y que se arriesgó a leer de principio a fin) comienza y divaga entre sermones morales, Salinger, José Agustín y un sueño recurrente. Desde luego fue un ejercicio iniciático muy enriquecedor que me tomó años y, al parecer, me dejó exhausto. Sin embargo, Salinger no ejerce en mí la fascinación y amor que siento por otros escritores; cuando murió Arreola, por ejemplo, me entristecí, incluso hubo lágrimas; lo mismo pasó hace un par de meses con Milorad Pavic, a quien no he sido capaz de escribirle mi despedida. Sin embargo, con Salinger, la sensación fue distinta, quizá porque Holden Cauldfield sigue por ahí, pendiente de mi caída hacia el precipicio. Y eso que no he vuelto a visitarlo, aunque he tratado de conocer a los Glass sin experimentar una atracción real por ellos, salvo por el texto que los críticos dicen que es su peor trabajo “Hapworth 16, 1924”, el último que publicó.
     Salinger me evoca aquellos años febriles en que paseaba con una libreta en el bolsillo del pantalón y una pluma y anotaba al vuelo cualquier estupidez que pudiera prestarse [o no] para un cuento. Años virginales en que pensaba cuán gris sería la vida de un burócrata como yo lo soy ahora (y debo decir que esta vida no es nada gris, aunque tampoco sea luminosa). Años felices donde todo era un inconmensurable, intenso, intenso drama. Días de café París y El Parnaso y paseos por el Centro Histórico. Esos días en que uno, cómodo, se siente censor moral y conciencia universal. Pero sé, que el asunto no es Salinger, es un estado de ánimo, es un tiempo en el que el nombre del escritor no es el escritor sino un símbolo, una marca, por fortuna, indeleble, como un ex libris. La única razón por la cual la noticia de su muerte me dejó una sensación indefinida —como quien ve algo desde el andén del metro y tiene la certeza de que en el vagón del tren que acaba de pasar ha reconocido algo, no necesariamente un rostro o una figura, sino algo— es porque había vuelto mi interés haría un par de meses. Volvió en 2004, volvió en 2006 y durante 2008, cuando hallé, un domingo familiar en Sanborns, los Nueve cuentos de “Un día perfecto para el pez banana”, y en 2009, cuando me propuse hacer una pequeña edición de cuentos no reunidos y traducidos al español, hallados aquí, en la red.
     La obra de Salinger no creo que me hay marcado literariamente, pero se convirtió en una suerte de evocación requerida cada vez que mi escritra se veía vencida por la inactividad. Mi relación con Salinger es una perfecto ecuación de causa-efecto. Así, siempre que me digo voy a dejar de escribir, un aliento de nostalgia tarde o temprano me sobrecoge, releo algunos viejos textos, pienso en mis libros de cabecera, hojeo mis libretas, hago algunos apuntes por el mismo tono conmiserativo, y me viene a la mente una manera de ser que asocio con Salinger, una novela de Paul Auster y Sean Connery (¿por qué Sean Connery? Misterio). Ah, y claro: con mi papá (otra larga carta de despedida que no he concluido), la sala de la casa de mi mamá y una máquina de escribir Olivetti (Lettera) donde escribí una novela desbordada con el triste título de Tiempos oscuros, que tuve el ánimo de transcribir y reescribir en la computadora Acer 386 que mi hermano se empeñó en comprar y que luego heredé, si no me equivoco, al gran Alberto. Salinger es una tonada que bien podría haber tocado Johnny, porque es como el compañero Bruno, fiel como el mal aliento.  

Disciplina de la búsqueda inútil

La disciplina de la bitácora no es cosa fácil para quien se sienta, como yo, con todo el ánimo de escribir y termina preguntándose ¿y ahora qué?, mirando de soslayo la libreta que aguarda con su sonrisa de pasta dura como quien dice “cómeme”, por un lado, y por el otro un libro que se abre para descubrirse empolvado, en un claro reproche por el abandono. Me digo entonces ahora esto, pero esto no jala, no sirve, e imagino lo que viene a continuación de lo que uno ya ha desechado, vuelta a la página para recomenzar y retrabajar sobre una idea precisa, justa, artera. ¿Cuál es esa idea? Más café, un cigarro, el monitor está encendido, ¿es Champs o es Amks este zumbido interferente? Luego, la vista divaga y del editor de texto transita a la barra de navegación, y en la barra del navegador cobra un segundo aire, una inspiración llena de curiosidad, de una intuición que dice aquí hay algo, una nota, una visión, algo que aterriza en las pestañas tentadoras del navegador, que al instante, por orden propia y cursor en mano, se abren sucesivamente para emprender una de esas búsquedas inútiles e infructuosas y configurar una literal pérdida de tiempo, sin concesiones. Sin embargo, algo hay de alentador en todo esto, y es que mirándolo por el lado positivo, la pérdida de tiempo en búsquedas inútiles también requiere no sólo de destreza y concentración, sino disciplina férrea, porque en una de esas la búsqueda llega a su objeto de búsqueda y se trastorna todo en peligroso encuentro. Mirándolo por el lado negativo, pues nada de nada, es una llana y literal pérdida de tiempo.
     Para muestra, un botón: para empezar, ¿por qué? no lo sé, pero en esta disciplina rigurosa de ingresar día tras día tras bambalinas a Redescritura, y transitar de la intención a la búsqueda inútil, me dejé llevar por un deseo insatisfecho que a punto estuvo de llegar demasiado lejos: el objetivo, ver las fotos de Dana Plato (Kimberly Drummond en Blanco y negro) cuando posó para Playboy en 1989. A mi hermano, si la memoria no me falla (y por lo general no me falla, pero cuántos huecos y tergiversaciones acusa), le encantaba. ¿Qué demonio me llevó a Dana Plato? El demonio de Facebook, un demonio hasta ahora menor en mi vida, pero un demonio latente, germinal, que trato de comprender y sin embargo, fracaso en el intento. Dejé la bitácora para entrar al Facebook de Alejandro. El Facebook de Alejandro me llevó a Human Drama; Human Drama me condujo a YouTube; YouTube me condujo a Bazinga!, expresión de Sheldon Cooper de The Big Bang Theory; The Big Bang Theory me condujo a Wikipedia; Wikipedia a Sara Gilbert; Sara Gilbert a Melissa Gilbert; Melisa Gilbert a Jonathan Gilbert (Willy Oleson en La familia Ingalls); los Gilbert me llevaron a un comparativo de estrellas infantiles antes y después, y este comparativo a la clásica nota de tragedias de estrellas infantiles, donde la nota principal suelen ser River Phoenix y Dana Plato, y héme aquí, releyendo la semblanza de esta dama, su ingrata y legendaria historia, sin poder visualizar el comparativo y yo pensando qué caray, nunca vi esas fotos de cuando posó para Playboy, ni recordaba el interesante dato de que incursionó en el cine erótico, el soft-core o, como Amks y yo le decimos, el del tercer clítoris, que en realidad debería ser el del otro Punto G, que lleva a las mujeres y sólo las mujeres, a tener un orgasmo de tan sólo toquetearse entre los pechos desnudos mientras una masa de músculos les masajea las nalgas, la cadera, la cintura y las tetas, u otra voluptuosa dama hace lo propio. ¿Y en esta que es la más pobre y patética categoría del cine universal incursionó con un papel protagónico Dana Plato? Cuando aterricé en Google imágenes en busca del comparativo que la página de chismes no mostraba, apareció Dana con su resplandeciente sonrisa Colgate, toda gringa, toda ensueño ochentero, en jeans y suéter rosa. Y aquí pensé tengo que verlo. Tenía que ver esas fotos en Playboy que desde los quince años debía conocer de memoria (y al escribir quince años se me vienen cientos de imágenes que me tientan a abandonar esta nota); debía ver esa joya del séptimo arte y llenar un hueco importante en mi educación sentimental. Oh, sociedad de la información que todo lo puedes, que todo lo contienes aunque nunca haya existido. Pero qué tragadia y confabulación mundial más fiel a la memoria de una actriz intradescente: como si la sociedad de la información le guardase un respeto unánime, un luto permanente, una devoción inexplicable, las imágenes de Playboy se redujeron a dos: las de portada en Estados Unidos y en Turquía, más otras muchas imágenes de la chica cuando coestelarizaba Blanco y negro y años posteriores, la típica foto de anuario de secundaria, falda larga y blusa cerrada hasta el cuello, qué curioso, en blanco y negro. En cambio, de la película ominosa, Different Strokes: The story of Jack and Jill... and Jill, encontré cuatro clips, el primero en YouTube, nada relevante, salvo su incapacidad histriónica, que junto a su coestelar, resultaba soberbia; la nota, que decía furiosa fuck como quince veces, oh improperio cultural para un icono generacional; los otros tres, los hallé en uno de esos sitios que el explorador detecta como poco seguros y al instante el antivirus bloquea. Resultado, para ver los tres patéticos clips donde Dana Plato seduce, besuquea y toquetea y le hace el amor (amor que termina sacrificando por amor) a una amiga de aire inocente y extraviado, bastante crecidita como para tener confusiones sobre sus preferencias sexuales, me vi en la necesidad de desactivar el Norton. A todo esto hay que señalar que me encontraba alimentando el iPod, al que estaba agregándole el álbum Pin-Ups de Human Drama (aportación indirectamente sugerida por Alejendro, vía Alberto, vía Arturo) y lo mejor de los Kinks (“I'm not like everyboy else”), aportación personal.
     Al cabo de varios rodeos, después de viente años, vi desnuda a Dana Plato, no como hubiese deseado, de cuerpo entero, en una imagen fija y bien lograda por la revista de Hugh Heffner; sino en el lamentable tartamudeo de un video de baja calidad que cada dos o tres segundos se recargaba y lo que debía mostrarse en menos de dos minutos, tomaba cinco, siete, diez. Dana Plato no se parecía a Dana Plato, lejos de su imagen ochentera, a pesar de la calidad de video-home VHS de los videos, sin su blonda, larga y abundante cabellera, sin el rostro enmarcado por el flequillo adolescente resultaba indiferente, y su nariz ligeramente aquilina la afeaba de manera inimaginable; sus treinta y tantos años llevados como los había llevado, se notaban a golpe de vista en sus ojos, que no en su mirada; su sonrisa, valga la cursilería de la apreciación, no era la de aquella muchacha, sino la de una mujer sin chiste ni gracia, una gringa cualquiera de mediano buen ver y cuerpo bien tallado, ni tan tan, ni muy muy. Todo en esta Dana Plato era prescindible. Me sentí, me siento ahora que lo relato, como una canción de Talking Heads: You may ask yourfelf, well, how do i get here?
     Sobra decir que no soy ni fui ni seré tardío fan de Dana Plato (de lo que representa), como sí lo fui de la Trevi (¡aflojen aflojen, Gloria Trevi es inocente!) y podría seguir siéndolo si continuara lejos de escena, y cuyo calendario alimentó durante años el salvapantallas de dos computadoras resistentes a mis forzadas actualizaciones. Dana Plato nunca figuró, ni de pasada, en la Pornoteca de Alejandría (recién la bautizo) que la banda Toqueyrol, de la que hablaré en su momento, construyó poco a poco desde Guanajuato hasta la Narvarte, y de la cual sólo queda un ejemplar inaccesible.
     Como todo crimen, el extravío tuvo castigo inmediato: al desactivar el Norton, se dejaron caer como ángeles vengadores una cantidad ingente de virus y amenazas, que pasmaron mi robusto equipo y dañaron, en consecuencia el iPod, que perdió toda información innecesaria, es decir la personal, para restuararse a su estado original de fábrica. De aquí se desprende que la pérdida de tiempo en búsquedas inútiles también tiene sus moralejas edificantes: si hubiera cedido a conservar la memoria de Dana Plato en su estado original, como lo hace el resto de la sociedad de la información, en vez de franquear los límites de seguridad sugeridos por una máquina, mi recién adquirido iPod de última generación permanecería intacto, al igual que la imagen de Dana Plato, sugerente y melancólica, con su tierno flequillo de niña dulce y bien portada, como se le sigue viendo con nostalgia en Blanco y negro después de conocer su trágico destino. Más simple: nada de esto hubiera ocurrido si, sencillamente, me hubiese conentrado en escribir y ver a dónde me llevaba el yo que redacta esta bitácora, privilegiando la disciplina de la escritura, que no tengo, sobre la disciplina de la búsqueda inútil, que vaya si me sobra.