Antecedentes de la construcción

Una de esas noches desveladas y retintas en casa de GT, le pregunté su opinión sobre J. Chirgo y el antimutismo. ¿Y eso con qué se come? No. Es una de las vanguardias tardías, y le expliqué tímidamente, lo mejor que pude (que en realidad es decir poco) quién era Chirgo y qué el antimutismo. Hizo una mueca y, al compás de la Danza de los sables, respondió:
     —Georges Steiner se pregunta en Tolstoi o Dotoievsky si la novela debe seguir a Tolstoi o a Dostoievsky —dijo apuntándome con el dedo como quien hace una advertencia—, y después de no sé cuántas páginas muy chingonas donde argumenta que Ana Karenina esto y los personajes tortuosos de Dostoievsky, termina diciendo ¡ni madres, Tolstoi y Dostoievsky: la épica y la tragedia! Eso es la novela, chingáos, no esas mamadas que te acabas de inventar del antisuflismo y como se llame...

     Enseguida vinieron Lobo y Melón con “Pelotero a la bola” y se paró como resorte para lanzar desde la loma. La conversación en torno al antimutismo no volvería a reproducirse, pero cuántas veces trajo a cuento el “antisuflismo” como ejemplo de esas cosas experimentales que nunca te llevan a buen puerto, pirotecnia pura, nada más; la respuesta, en cambio, con más o menos palabras, en medio de un discurso o una invectiva contra Harold Bloom o una disertación sobre la novela, se apersonaba siempre tan contundente como entonces: Tolstoi y Dostoievsky: eso es literatura. Épica y tragedia para él, como para mí, confluían en el mismo río para trascender del territorio de la novela a la literatura con ese impulso arrasador y trepidante. Quisiera reproducir el tono apodíctico de su voz advirtiéndonos sin advertir, a Alberto y a mí, de los riesgos de esa amenaza, del peligro de escuchar el canto de las sirenas antimutistas, no cedan ante la urgencia, no cedan. Quisiera reproducir el tono de Alberto sacudiéndose la pelusa de esa sentencia lapidaria esgrimiendo a Bloom con argumentos que parecían glosas emanadas de una charla de cantina. No puedo reproducirme porque terminaba callado, ceñudo, con mi café en la mano y en la otra un Príncipe o un L&M, la vista clavada en la brasa del cigarro, pensando en lo que estaba yo escribiendo —ni Tolstoi ni Dostoievsky, definitivamente.
***
De esto que platico, hace diez o quince años. Ahora, a un año de la muerte de Solzhenitsyn, vi la entrevista que le hizo este señor francés del programa Apostrophes (que qué cosa tan inesperada, no me parecieron tan insufriblemente franceses ni el entrevistador ni la entrevista). Como el hombre de poco mundo que soy, no pude sino pensar —fija la imagen de Dostoievsky y Tolstoi en pantalla— que todos los escritores rusos son unos neuróticos. Por esos días vi en internet un video de Evtushenko, durante su segunda visita a México, declamando con todas sus seductoras dotes de histrión un poema de su ronco pecho, y no pude sino pensar, mientras escuchaba la antipoética traducción diferida, que además de neuróticos, pueden ser charlatanes. Vista la cosa desde esta perspectiva, el asunto este del deber ser literario no parece que debería ser ni tan tan ni muy muy... Pero lo es y siendo pues, la situación tan violentamente tajante, y esta la vara que elegí para medir la altura literaria de un texto, pues se comprenderá el porqué de esta bitácora.

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