uña vida en definitiva

Después de comer, Montemayor y Alí llegaban todos los miércoles al CME... casi todos los miércoles, quiero decir, llegaron. Carlos, muy propio; Alí, de vez en cuando, tragos de más o de menos, feliz con sus güisquis. Yo ¿me sentaba a su lado? No lo recuerdo: sí, era Lorena, creo. Sea como sea, los dos teníamos la secreta aspiración de que su talento se nos pegara como por ósmosis; pero ella fue quien probó su hipótesis: por ósmisis, nada.  Sus comentarios: “¡Ajum, jm jm!, el empleo correcto del quizá y del quizás está en la vocal...”, por ejemplo; y la más memorable: “definitivamente es una palabra que no existe: nada es definitivo, sólo la muerte”; sus anotaciones, comitas, puntos y comas, una terrible: “no sirve” y un “muy largo” para mí apenas fueron aleccionadores, pero sus innumerables globitos para señalar repeticiones de palabras me causaron una viva impresión que la relectura de Adolfo Bioy Casares me curó. Ahora veo que la cura también fue nociva.
   Mientras Montemayor hablaba, Alí chupaba su Halls, hacía bolita el envoltorio y, después de juguetearla un rato, cuando Carlos se excedía en los comentarios, lanzaba con singular tino el proyectil. Carlos se detenía. Luego insistía Carlitos y Alí volvía a atajarlo con otro proyectil (los formaba en la mesa). Sólo una vez no hizo caso, y Alí, nada imprudente ni falto de tacto, comenzó a dormitar. Así de simple.
   El asunto es que durante la sesión mi vista no podía despegarse de su mano derecha, que mientras nosotros interveníamos, se movía con rapidez para intervenir a la vez nuestros textos con su bolígrafo, veloz. Pero mi vista, decía, no podía despegarse de su mano, no por la habilidad de la pluma, sino por su larga uña del dedo meñique. Esa uña, uña legendaria, me hacía sentir una vergüenza universal, cacofónica, cómo explicarlo... era la uñita. Se decía, nunca me lo dijo, pero se decía que se la dejaba larga (pero es que de verdad, era demasiado larga) para usarla de pasapáginas cuando revisaba pruebas y galeras, o nuestros ínfimos borradores. Pensábamos que esa uña (no esa, sino otra muchos años atrás, cortada) había corregido Pedro Páramo, El llano en llamas, Confabulario, las obras completas de Xavier Villaurrutia, Efrén Hernández, ¡ay!, quién sabe cuántos más y yo pensaba ¿cómo pudo haberlo hecho, con esa uña? Y ahora se paseaba como si nada por nuestros textillos, como si nada pasara, nada pasó con ellos. Excepto la uña.
   Yo lo conocía de antes por un poema, uno solo me basta para recordarlo siempre: “Al monumento de un poeta”. Con motivo de sus 75 años, u 80, le hicieron un homenaje nacional y pusieron durante una larga temporada un poema suyo con una innegable errata que se reprodujo en cada vagón del metro de la ciudad de México. Lo sabía de memoria (ya no):

   Dormita la ciudad y de su orilla
   apártanse hartos de salud los hombres,
   plumas desordenas por el viento.

   El desvelado en busca de la puerta,
   el méndigo y sus alucinaciones
   la adúltera que vuelve temerosa
   a la hora del bronce desbordado
   en huerto sobre el día: hermanos míos
   semejantes al ruido que se vuelve
   para mostrar el dorso iluminado,
   llenos de escamas frías que organizan
   la huella de la sierpe que esperaba...


y me encantaba (Alí censuraría esta rima involutaria). Es la errata más bella de mi vida. Joven y torpe, igualado como una mucama de la época de oro del cine mexicano, tuve el descaro de decírselo cuando lo conocí, al lado otra viejita viejita viejita, Griselda Álvarez, tenebrosa, como quien le dice “chico favor que le hicieron a tu poema”. Llegué a la cita de la primera comida del CME, la presentación de los becarios, y lo primero que atiné a decirle fue: “el méndigo y sus alucinaciones”. Carraspeó y la cosa quedó ahí. Pasaron un par de meses, y en la otra comida de los becarios, la que era con los asesores, insistí con que el méndigo y sus alucinaciones y qué le había pasado al corrector que revisó el texto. Alí, con la serenidad de monumento de poeta, respondió con buen humor: “No sé cómo no se me ocurrió entonces.”